De Copérnico a Polaino
27/06/2005   Lecturas: 10.733

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Han pasado más de cinco siglos y cuarto, pero viendo muchas de las reacciones actuales, nadie lo diría. Copérnico postuló una concepción heliocéntrica del Universo que, por otro lado, no era nueva. La teoría heliocéntrica se oponía a la geocéntrica o tolemaica, dominante desde el siglo II, según la cual, el movimiento de los cuerpos celestes se organizaba en el Universo alrededor de la Tierra, que ocupaba su centro. A partir de ahí, dentro de la Creación llevada a cabo por Dios, el hombre se situaba entonces en un puesto privilegiado. La tesis copernicana entraba de lleno en conflicto con la Teología, que se negaba a aceptar un hecho de ese calado; suponer que el Hombre no era el centro del Universo, eso por sí solo fundamentaba la proscripción de la obra por herética.

Ante su temor a la censura de la Iglesia, no es hasta 1543, año de su muerte, que Copérnico publica su gran obra, De Revolutionibus Orbium Caelestium. En ella ya distinguía entre los movimientos aparente y real de los cuerpos. Más tarde, Kepler y, sobre todo, Galileo, vendrían a confirmar sus observaciones. Y todos ellos sumidos en un mismo ambiente, en un ambiente que podríamos llamar a partir de hoy polaino, que es aquel en el que si a alguien se le ocurre pronunciar una opinión o enunciar una teoría que no coincide con la de la mayoría que más presiona, que más grita o que, simplemente, tiene la sartén por el mango, y el mango también, ya se puede preparar para recibir todo tipo de invectivas y ataques gratuitos, un linchamiento mediático público que persigue su silenciamiento e, incluso, su muerte social, la eliminación de los ambientes especializados en que desarrolla su labor. Y ello, no por quienes detentan capacidades de conocimiento necesarias y suficientes para oponer sus argumentos oportunamente, sino por el talib, por el creyente desaforado; por el fanático movilizado; por el derechista conservador, al que todo lo que sea mover el culo le aterra y le da vértigo; o por el socialista sensibilizado y de escaso criterio, al que le aterra que otro pueda mover el culo sin su permiso, por un simple ejercicio de libertad; o por el politiquillo estremecido por la última encuesta, presto a igualar sus opiniones a lo que diga la calle; a cerolos y cebrianes (A ver si su padre me deja en paz, y se calla para siempre), que se han impuesto a sí mismos la pesada carga de hacernos creer a todos lo que se les antoje.

He conocido, como paciente de una especialidad ajena a la Psicología, al doctor Polaino. Era un hombre conocedor, reconcentrado, serio pero no distante, y no dejando nunca lugar a la precipitación, era sosegado y activo. Sus estudios sobre la homosexualidad los ignoro, de hecho, como yo no tengo ninguno, creo que lo mejor que puedo hacer ante Polaino o cualquier otro, es escuchar, que es lo que deberían haber hecho políticos y periodistas hace unos días en el Congreso, y, en vez de cacarear tanto, preguntar después a más especialistas para, hacerse un criterio. Pero no había tiempo, el marketing no se lo permitía a una ultraizquierda deseosa de quedarse con la cuota de mercado homosexual; y la derecha empavorecida no encontraba dónde meterse para que no la relacionaran con Polaino.

Es la paradoja de nuestro tiempo; nunca antes habíamos sido tan libres ni, si se mira bien, menos libres. Nunca habíamos tenido tantas posibilidades de hablar, ni tantas posibilidades de ser socialmente linchados si no decimos lo que ciertos grupos de poder establecen a toda prisa que hay que decir: Eso que ellos llaman lo políticamente correcto. Eso que hay que afirmar vehemente para que no te corrija inmediatamente el más majadero de la tribu. Eso que no es más que doctrina, resumen, tópico, vaguedad y desconocimiento. Eso que rehuye la atención, la discusión, la argumentación, el análisis y el estudio. La idea facilona elaborada para la gente sencilla, para que el doctrinario no tenga que pensar sino repetir. Un eslogan.

¿Eran discrepables las ideas de Polaino? Estoy seguro de que sí, porque en esta materia no hay unanimidad de tratamiento y porque otros especialistas plantearán ideas alternativas. Entonces ¿Cuál era el problema? Cada señoría contaba con diez opiniones para hacerse una idea. Cuantos más argumentos se ofrecieran mejor ¿no? Por un momento sobre nuestro Senado y nuestra sociedad pareció volar la sombra de un giro copernicano que nos dejó agarrotados.